jueves, 4 de abril de 2013

HISTORIA DE NUESTRO PUEBLO

CEMENTERIOS ARROYANOS


Por Francisco Javier García Carrero

Doctor en Historia


En Arroyo del Puerco- de la Luz cinco han sido los cementerios que se han utilizado a lo largo de su historia. Cronológicamente el primero en ser usado fue el interior de la iglesia de la Asunción; el segundo que se puso en funcionamiento, sin quedar inhabilitado el anterior, fue el atrio y la plaza que circunda toda la iglesia parroquial; el tercero, utilizado desde los primeros años del siglo XIX, fue el castillo de los Herrera, ; el cuarto lo identificamos con los espacios circundantes a todas las ermitas que se utilizaron junto al castillo; y, por último, el actual cementerio municipal que fue inaugurado en 1889 y al que muy poco después comenzaron a llegar los primeros cadáveres y utilizado en exclusividad hasta la actualidad.

En España hasta el siglo XI (Arroyo todavía no estaba fundado como villa) se respetó una antigua disciplina de la iglesia que prohibía el enterramiento en el interior de las iglesias. A partir de entonces comenzó una práctica de inhumar en los templos a las personas más importantes de la comunidad, situación que las Partidas contribuyeron a institucionalizar como regla cuasi sagrada. A pesar de ello, esta documentación ya anotaba a las distintas villas y ciudades que deberían realizar los cementerios en los extrarradios de las mismas para evitar que “el fedor de los cadáveres non corrompiese el aire ni matase a los vivos”, sugerencia que en Arroyo del Puerco, como en tantos pueblos españoles, tardó muchísimo tiempo en llevarse a la práctica.

Por consiguiente, la elevación de nuestra iglesia parroquial propició la regla consagrada durante varios siglos de sepultar a los difuntos en el interior de la misma. Se pensaba que de esta forma quedaban bajo la protección inmediata de Dios y siempre en el recuerdo de sus familiares y deudores. En esta costumbre influyó el concepto de Purgatorio, fase de la vida ultraterrenal donde las penas pendientes del difunto podían redimirse con las oraciones de los familiares que pensaban que los ruegos eran más efectivos si se realizaban en los templos junto al cadáver. Junto a la iglesia existía también un cementerio exterior adosado a los muros del templo y circundando la iglesia que era utilizado por las personas más pobres que no podían costearse la sepultura en el interior del templo, síntoma de pobreza social que llevó a los arroyanos a utilizar este segundo cementerio únicamente para los casos de pobreza absoluta.

Por ello, hasta finales del siglo XVIII la iglesia parroquial estuvo pavimentada de tumbas y toda su superficie fue un cementerio. Llegados a estas alturas, el crecimiento demográfico de nuestro pueblo, unas 5.000 personas, hicieron de la iglesia de la Asunción una necrópolis de reducidas dimensiones y, por tanto, incapaz de ir ofreciendo sepultura a todos los vecinos. Para solucionar este inconveniente cada cierto tiempo se removían las tumbas, se sacaban las mondas, y se colocaban nuevos cadáveres. En muchas ocasiones no había pasado el tiempo pertinente y los cuerpos aún no estaban descompuestos. Esta situación provocó que la insalubridad en el templo fuese permanente y acelerada también por otros factores como eran los fluidos que se filtraban de unas tumbas mal selladas, la cera que se quemaba, la humedad indeleble, la escasa ventilación y la gran cantidad de fieles que acudían a orar en los oficios litúrgicos. Todo ello generaba un ambiente en absoluto propicio para la higiene más elemental.

Esta situación que se mantuvo durante siglos comenzó a ponerse en cuestión cuando los ministros ilustrados del reinado de Carlos III se hicieron con las riendas del poder. En 1781 y a propuesta del Conde de Floridablanca se iniciaron las diligencias para lograr la construcción de cementerios en las afueras de las poblaciones. Una epidemia en Pasajes (Guipúzcoa) achacada al “fetor intolerable de la iglesia parroquial por los sepultados en ella” aceleró este planteamiento más higiénico de sacar a los muertos fuera del templo religioso. Todo el debate giró en torno a las medidas ambientalistas y científicas. Sin embargo, los obispos de la provincia de Extremadura se manifestaron contrarios a la propuesta aunque, fundamentalmente, por cuestiones económicas.

Tres eran los obispos de la provincia. El de Badajoz era partidario de hacer cementerios pero “contiguos y muy próximos a las iglesias” y reconocía que el principal problema era el hedor de las iglesias por la rapidez en celebrar inhumaciones en un mismo espacio cuando todavía no se había consumido el cuerpo anterior. El de Coria, que es a la diócesis a la que pertenecía Arroyo, se manifestó contrario a la construcción de cementerios por lo gravoso que sería para su sede episcopal, la más pobre, con diferencia, de las tres. El del Plasencia, partidario de las ideas ilustradas, fue el que menos objeciones puso a la medida de buscar soluciones a este problema y a otros que él también consideró importantes como evitar las plañideras que “solo sirven para alborotar y turbar la devoción de los fieles”, censurando, además, los lutos rigurosos que llevaban a “entrar los hombres en las iglesias embozados y con el sombrero hasta los ojos”.

El resultado final de este debate fue la aprobación de una Real Cédula en abril de 1787 sobre la obligatoriedad de tener los cementerios ventilados, una legislación que exigió de intervención continuada de la Administración y que en Arroyo tardó en generalizarse todavía varias décadas. De hecho, para comenzar a utilizar el castillo de los Herrera habrá que esperar a 1804 cuando se entierre por primera vez un arroyano apellidado Bejarano por “orden superior de las Cortes comunicada al juez político de Badajoz”.

El inicio en la utilización del nuevo cementerio no gustó a nuestros paisanos. Pocos días después el pueblo pidió que se volviera a utilizar la antigua costumbre de enterrar a los muertos en la iglesia o en el atrio circundante a la misma. La presión surtió efecto ya que volvió a retomarse la tradición de enterrar en el interior del templo. Sin embargo, no fue por mucho tiempo ya que un año después, 1805, se señaló que eran tantos los pobres que fallecían que ya no podían ser enterrados ni en el atrio de la iglesia ante el temor a un foco de infección masiva. Ello llevó a los regidores municipales a utilizar un nuevo espacio para enterrar los cadáveres, acordando “sepultar todos los pobres que vayan muriendo en las ermitas que tiene esta villa extramuros de ella, que por haber bastante distancia de las casas no se teme mala consecuencia”.

Es decir, el consistorio ofreció una medida intermedia para contentar a los arroyanos; un espacio que se entendía sagrado pero alejado del centro del pueblo. No fue la solución definitiva ya que la aparición del cólera morbo en toda Extremadura a partir de la década de los treinta del siglo XIX provocó la generalización de la utilización de los cementerios lo más lejos posible de la villa. En nuestro caso fue el castillo el cementerio que comenzó a utilizarse para aliviar los problemas de espacio y poder enterrar a tanto arroyano fallecido. Por ejemplo, en la epidemia que asoló nuestro pueblo en 1855 no solo no se enterró nadie en la iglesia ni en los alrededores de las ermitas, sino que incluso se prohibió llevar los cadáveres al templo para celebrar en su presencia oficios religiosos. Todos los fallecidos se inhumaron con enorme prontitud en el cementerio del castillo sin “recibir el viático por no permitirlo la enfermedad”.

Finalizando el siglo XIX el cementerio del castillo empezó a quedar obsoleto. El consistorio estaba interesado en realizar uno de mayores dimensiones y bastante más alejado de la población. Fue en estas circunstancias cuando en 1889 se inauguró el actual cementerio y donde están descansando todos los arroyanos fallecidos desde entonces. Las primeras familias que hicieron uso del nuevo camposanto fueron las de Collado-Rino y las de Rino-Sanguino que están fechadas, según los libros de cementerio, en el año 1890. Otra particularidad importante a destacar era la división civil-religiosa que este cementerio tuvo desde sus inicios. De hecho, tenemos constancia de enterramientos civiles, de manera voluntaria, en los años finales del siglo, concretamente en 1896. Posteriormente, durante la mayor parte de la dictadura franquista, al menos hasta 1964 año en el que se enterró un arroyano apellidado Jiménez, el cementerio civil se destinó como “castigo” para todos aquellos que habían vivido de manera poco decorosa y alejados de la moral cristiana, léase “en pecado”. De la misma forma, también se utilizó durante algunos años más para aquellos niños que nacían muertos o prematuramente y que se registraban en los libros de cementerio como “fetos”, sin la posibilidad de haber recibido el sacramento del bautismo.

4 comentarios:

  1. Interesante entrada.

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  2. Interesante artículo

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  3. Efectivamente un buen estudio de nuestra historia. Esperemos que nos encontremos con más historias de nuestro querido Arroyo.

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  4. Efectivamente, muy interesante.Espero que no sea la última aportación a la historia de nuestro pueblo.

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